«Apenas iban creciendo y él les quitó la vida. Qué bueno que murió, porque yo digo que le hubieran dado la pena de muerte».
Así de tajante habla José Guerra sobre el joven al que la policía identificó como Salvador Ramos, el sospechoso de matar a tiros a 19 niños y dos maestras este martes en la Escuela Primaria Robb de Uvalde, en el sur de Texas, antes de ser abatido por la policía.
Fue el tiroteo más mortífero ocurrido en un centro de enseñanza elemental en Estados Unidos desde que hace casi una década 20 menores y seis adultos murieran en la escuela primaria de Sandy Hook, en Newtown, Connecticut.
Al día siguiente de la tragedia, este miércoles, apoyado en la valla verde de madera que rodea la modesta casa de madera de su madre, Guerra cuenta que entre las víctimas está su sobrina.
«No la hallaban ayer. Me habló mi señora como a las 11 pasadas de la noche, porque a su hermana le sacaron sangre para hacer el ADN. Y como a esa hora le dijeron que había…». Que efectivamente era Elihana Cruz Torres.
«Dicen que ella murió en el salón», consigue seguir en un relato entrecortado.
«En la mañana mi señora me llamó para decirme que se llevaron a todos lo niños a San Antonio, a hacerles la autopsia», explica.
«Se siente feo. No hay palabras. Porque no debería haber hecho eso el muchacho. Son unas criaturas».
«El corazón roto»
Esa misma desolación dice sentir Carlos Velásquez: «Tengo el corazón roto».
Vino lo antes que pudo de Dallas a su pueblo natal al saber que su primo, alumno de la escuela, está ahora en estado crítico. Prefiere no dar su nombre, por cuestiones de privacidad.
Va al volante de una pick up que detiene junto a la acera, frente a la casa de Guerra, brevemente para contestar a las preguntas de los periodistas.
Lleva de copiloto a Rande Ortega, a quien le cuesta articular palabra, pero acierta a decir: «Tengo un sobrino que va a esa escuela y todas mis hermanas enseñan allí. Tuvieron suerte de salir vivos ayer«.
Salieron antes de la hora para ir a una entrega de premios.
«Es todo bastante surrealista», retoma el relato Velásquez. «Estoy todo el tiempo rezando para que sea un sueño».
«El mundo no debería conocer a Uvalde, y no porque no lo merezca. Pero es una pequeña comunidad del sur de Texas a la que ahora los famosos, el presidente, todas esas grandes figuras públicas están haciendo referencia y es desafortunado que hablen de ella bajo estas circunstancias», prosigue.
«No la conocen por Dolph Briscoe (el cuadragésimo primer gobernador de Texas, oriundo de esta ciudad), los ganadores del Grammy Los Palominos —mejor álbum tejano en 2000, mejor álbum norteño en 2009—, no saben de su hermoso río… A Uvalde se le conoce por un tiroteo masivo«.
Es, efectivamente, una comunidad pequeña en la que todos son rostros familiares. Y quien no tiene familiares que estudian o trabajan en la escuela, es cercano a alguien que sí.
«Yo he vivido aquí toda la vida y tengo 54 años», dice Sandra Parra a primera hora de la mañana, mientras se toma el café en el jardín, cuando en la calle aún no hay un alma.
«Y como trabajo en el programa Early Head Start —una iniciativa federal para apoyar el aprendizaje en las familias de bajos ingresos— y muchos de estos niños acudían a él, los conocía, conozco a las familias», explica.
Le costó conciliar el sueño, reconoce, por la policía que seguía en la calle y por los vehículos de la morgue. Y para las 6 estaba en pie. «Empecé a llorar y ya no pude parar. Porque, ¿ahora qué? Ya no hay normalidad aquí. Es todo muy difícil».
La Escuela Primaria Robb tiene unos 600 estudiantes, el 87% provenientes de familias consideradas económicamente desfavorecidas, y casi el 90% latinos.
Su perfil demográfico coincide con el de Uvalde, un municipio que según los datos de la Oficina del Censo de EE.UU. en 2020 tenía 15.217 habitantes, y en el que el 81,8% se dice hispano o latino cuando se le pregunta y solo el 14,9% se declara blanco.
«Aquí casi todo es puro español», exclama Guerra. «El gringo habla español. Uno que otro no entiende, pero casi todos lo hablamos».
Los nombres también dejan patente que este es un barrio eminentemente mexicano-estadounidense. También algunos letreros, o la camiseta que lleva Roberto y que dice «No vine a ver qué, vine porque sabía».
Los padres de Fran son originariamente de México, aunque él dice no hablar español.
«Yo solía ir a esta escuela y solía ir caminando a casa. Me sentía seguro. Pero supongo que los tiempos han cambiado», dice, de espaldas al cartel del la Escuela Primaria Robb ahora adornado por ramos de flores y globos, como homenaje a los fallecidos.
Quienes quieren hacer sus ofrendas tienen primero que superar la barrera de periodistas, cámaras y trípodes, y entregárselas después a los agentes del orden para que las depositen.
Adentro acaba de terminar la conferencia de prensa en la que el gobernador de Texas, el republicano Greg Abbott, contó al público lo último sobre el tiroteo.
Una sesión caldeada en la que el candidato demócrata a gobernador, Beto O’Rourke, espetó: «No están haciendo nada, nadie está haciendo nada».
Y es que el de Uvalde es el último de una serie de tiroteos masivos que han vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre el control de armas, si es que alguna vez dejó de estarlo.
Texas es, además, uno de los estados con menos restricciones del país para portarlas.
Renovado debate
Preguntados por ello, algunos vecinos como Roberto prefieren no opinar. «No quiero meterme en problemas con nadie».
«¿Que qué pienso sobre el tema? Pienso muchas cosas y muy ambivalentes», reconoce Velásquez.
«Crecí aquí, cazando. Recuerdo a mis tíos enseñándome cómo sostener un arma y cómo usarla, recuerdo haber tomado clases de cómo usarlas de forma segura», cuenta.
«Así que es un tema con muchos matices. Es una conversación realmente compleja«, concluye.
Fran también hace referencia a haberse criado en un ambiente en el que las armas estaban presentes.
«Al haber crecido en un pequeño pueblo de Texas, ya sabes… yo mismo tengo un arma. Siempre he estado rodeado de ese tipo de cosas», reconoce.
«Pero creo que tendría que haber más supervisión al respecto. Va a ser difícil para la comunidad que porta armas que esto quede atrás. [Se necesita] más verificación de antecedentes, de enfermedades mentales y ese tipo de cosas. Deberíamos fijarnos más en eso», dice.
Sandra, por su parte, dice estar confundida.
«Todo el mundo tiene una opinión, pero mira lo que pasa: cualquiera puede portar un arma. Este chico solo tenía 18 años y mira las que pudo comprar. ¡Traía un chaleco antibalas!».
«No entiendo nada de esto. O hay cambios o… Hay demasiada gente en contra de las armas. [Dicen que son] seguridad, pero en realidad no son seguras».